Nuevos hombres buenos. La masculinidad en la era del feminismo, Ritxar Bacete

El feminismo no ha cejado en su empeño por avanzar en el último siglo y con él se ha ido redefiniendo el papel de las mujeres en la sociedad. No obstante, con este cambio, inevitablemente, también ha trastocado el rol de los hombres. Llega pues, el momento de buscar un nuevo modelo de referencia que vaya en consonancia con los tiempos. El antropólogo, trabajador social y formador en políticas de igualdad Ritxar Bacete reflexiona en Nuevos hombres buenos. La masculinidad en la era del feminismo sobre la crisis de identidad de los hombres y la necesidad de crear una nueva masculinidad.

El autor establece una especie de diálogo entre hombres para que pierdan los miedos surgidos a raíz de estos cambios que cuestionan su papel en la sociedad, que los pone ante el espejo y que les interpela ante las desigualdades. El modelo de masculinidad dominante de los últimos siglos se ha resquebrajado y necesitan comprender el presente y buscar nuevos referentes. Pero sobre todo, necesitan entender que vivir en igualdad conlleva inexorablemente, perder privilegios. Y es que, aunque en las encuestas la mayoría de los hombres dicen apoyar la igualdad, los datos muestran una realidad muy diferente. Las mujeres se han ido incorporando al mundo laboral y acercándose más a la cima en los organigramas llegando a puestos o sectores que solo ocupaban hombres, pero por el contrario ellos no se están incorporando a la misma velocidad ni de igual medida al mundo doméstico. Según los datos el tiempo medio que las mujeres destinan a las actividades del hogar supera en dos horas al día al empleado por los hombres. Nuevos hombres buenos hace por ello especial hincapié en la paternidad y en los cuidados para equilibrar la balanza.

Bacete defiende que los hombres han de asumir que la igualdad hoy en día no es una opción, sino una necesidad para una sociedad que se dice democrática. Así pues, deben olvidarse del modelo de padre del siglo XIX cuya función era únicamente la de proveedor económico y adaptarse a una paternidad más activa. Urge a la construcción de nuevas identidades, aunque es consciente de que los cambios son progresivos, pues se van modificando conductas y actitudes en base a unos mimbres caducos y que por tanto existirá un momento inevitable de crisis al descubrir cómo los cuidados desempoderan, roban el tiempo, el protagonismo y la posibilidad de seguir disfrutando del ocio.

Recoge además datos sobre los beneficios de la presencia activa y corresponsable de los padres. Y es que según diversos estudios, las personas que tuvieron un padre involucrado es más probable que cuenten con un mejor desarrollo en áreas como el rendimiento académico, el desarrollo cognoscitivo, una mejor salud mental, menos riesgos en salud sexual y reproductiva, un menor estrés en la vida adulta, menores problemas conductuales y conflictos con la ley que aquellas que vivieron con uno menos participativo. No tanto por el hecho de que el padre se involucre per se, sino porque las responsabilidades se reparten entre varios progenitores y existen más referencias para el desarrollo personal. En este sentido señala que por ejemplo las niñas que se han criado con un padre involucrado tienden a elegir profesiones vinculadas a estereotipos masculinos más que las habituales profesiones femeninas vinculadas al cuidado y al servicio. Es decir, asumen de forma más natural que no tienen un campo limitado de actuación.

Las ventajas van más allá. Indica el autor también que las madres resultan beneficiadas de esta participación paterna, ya que al tener menos sobrecarga en las tareas domésticas y de cuidados mejoran su salud mental y física. También tienen más tiempo para proyectos laborales o de ocio. En definitiva, son más felices porque son más libres, lo que también repercute en la relación de pareja y en la felicidad del hombre. Además, la existencia de un padre que colabora hace que disminuya la violencia de género.

Pero es que además defiende el autor que la corresponsabilidad también es buena para la salud de los propios hombres, ya que su modelo de masculinidad estaría lejos de la hegemónica marcada por el control, el riesgo, la competitividad y la transgresión de la norma. La paternidad activa suele ser un factor determinante para que muchos hombres sean más cautos en sus actuaciones.

Por tanto, según estas afirmaciones que parten de diversos estudios, la igualdad de género influye positivamente en la sociedad. La ciudadanía estaría más sana mental y físicamente, más feliz, habría mayores índices de desarrollo humano (lo que repercute en la economía) y menor índice de violencia (por tanto mayor seguridad).

No obstante, mientras se sigan viendo las tareas domésticas y de cuidados como algo exclusivo de la mujer, la natalidad seguirá bajando. Sin una pareja implicada y con un mundo laboral precarizado, cada vez más mujeres retrasan (incluso hasta desistir) la maternidad por falta de tiempo y dinero. Tiene que haber un cambio cultural y generalizado de la sociedad y me parece adecuado el ejemplo que pone el autor de la rueda de prensa de Sarunas Jasikevicius, entrenador del Zalgiris.

Ritxar Bacete expone problemas y reflexiona sobre posibles soluciones. Algunas son colectivas, como la reivindicación de políticas de igualdad enfocadas a los hombres, no solo a los mujeres; pero en general interpelan a los hombres a nivel particular. Insta a sus congéneres a abandonar esa masculinidad hegemónica que limita su capacidad de sentir y empatizar a la vez que se apoya en una valoración positiva de la agresividad para regular los conflictos y negociaciones. Es hora de dejar atrás esa constante reválida de la heroicidad masculina y buscar otros modelos sociales que contribuyan a una sociedad más igualitaria por el bien de toda la ciudadanía. Por ello reivindica nuevos referentes feministas para ellos en cine, literatura, política, deportes…

El libro es algo denso y repite conceptos una y otra vez. Pero es interesante el acercamiento al feminismo desde la otra mitad de la población. Porque no sirve de nada que solo avancen las mujeres si los hombres siguen frenando dicho progreso. No se pide que el hombre se transforme para cambiar la sociedad, sino simplemente que se involucre al asumir el 50% de las responsabilidades y que sirva de muro de contención del machismo en aquellos espacios en los que ellas no participan.

La mujer invisible, Caroline Prieto Pérez

Galardonado como Libro de negocios del año por el Financial Times y como Mejor Libro de ciencia del año por la Royal Society en 2020, La mujer invisible es un riguroso ensayo que saca a la luz, a través de estadísticas y ejemplos, el alto precio que las mujeres deben pagar por vivir en una sociedad marcada por un sesgo masculino. Y este precio no es económico, que también, sino que además, en muchas ocasiones, a las féminas les cuesta el bienestar y la salud.

Sirva como ejemplo el descubrimiento que llevó a Caroline Criado Pérez a escribir el libro: que solo una de cada ocho mujeres que sufre un infarto reporta el clásico síntoma de dolor en el pecho. ¿Y por qué siempre se nos ha hecho hincapié en que esta molestia debía servirnos como alerta? Pues porque los estudios clínicos solo han tenido en cuenta a los hombres y de ahí han extrapolado los resultados considerando que si funcionaba en ellos, por extensión también lo haría en ellas. Pero como recoge la autora en su obra, este es un error que se ha cometido muchas veces y en muchas áreas.

Hija del empresario argentino y CEO de la cadena de supermercados Safeway y de una enfermera de Médicos sin Fronteras, la autora no es la primera vez que se embarca en una causa feminista. Fue investida con la Orden del Imperio Británico en 2015 por su labor en igualdad tras una campaña para que el Banco de Inglaterra incluyera más mujeres en los billetes de cinco libras y otra en la que logró que, en la plaza del Parlamento, se erigiera una estatua a la sufragista Millicent Fawcett.

La periodista y militante feminista ha divido La mujer invisible en seis partes: La vida cotidiana, El lugar de trabajo, El diseño, Ir al médico, La vida pública y Cuando las cosas van mal. Y en cada una de ellas enumera estadísticas, estudios y ejemplos de todo el mundo que llevan al lector a tomar conciencia de la cantidad de aspectos de nuestra vida cotidiana en los que se olvida a la mitad de la humanidad. En algunos casos me vi asintiendo según iba leyendo porque ya me había dado cuenta de lo que señalaba, pero en otros me abrió los ojos porque lo tenía asimilado como lo normal o directamente desconocía que fuera así. Desde luego que me hervía la sangre de indignación y rabia al tomar conciencia de la cantidad de aspectos en los que se olvidan las necesidades y características propias femeninas.

«La representación del mundo, como el mismo mundo, es obra de los hombres; ellos lo describen desde su propio punto de vista, que confunden con la verdad absoluta». Apoyándose en estas palabras de 1949 de la escritora y filósofa feminista Simone de Beauvoir, Caroline Criado Pérez inicia el ensayo indicando que este sesgo no parece deliberado ni malintencionado, sino que parte de los prejuicios que la sociedad tiene interiorizados. A lo largo de la historia se ha profundizado poco en el papel que han tenido las mujeres en la evolución de la humanidad, tanto cultural como biológica. Hay una brecha de datos de género, porque durante siglos se ha seguido patrón en el que se ha percibido lo masculino como lo universal. Y mientras se ha dado a los hombres por supuestos, por contra a las mujeres no se las ha mencionado. Y, como ya hemos visto en el ejemplo del ataque al corazón, los modelos de predicción de riesgo no sirven si se sigue tomando al varón como representante de todo el género humano.

La autora identifica en su ensayo tres pilares invisibles en los que los hombres no han tenido en cuenta las preocupaciones específicas de las mujeres: el cuerpo femenino, el trabajo de cuidados no remunerado y la violencia machista.

La cuestión corporal es obvia, y es que las mujeres tienen cuerpos diferentes de los hombres, por tanto necesitarán diferentes configuraciones. Sin embargo, mientras se siga diseñando la mayor parte del mundo desde el sesgo masculino, se seguirá poniendo en riesgo las vidas de las mujeres. La mayoría de herramientas y equipos de todo tipo han sido diseñados para ellos. Hay miles de ejemplos, desde el saco de cemento, los ladrillos hasta la ropa y calzado de trabajo (por no hablar de monos que hay que quitarse por completo para ir al aseo) pasando por las carpetas de delineantes, las máscaras antigás y protectores oculares, las herramientas para trabajar la tierra, los chalecos antibalas…

Todo aquello que tiene que ver con la tecnología o innovación se olvida de la mitad de la población. O peor aún, en lugar de reformularlo o adaptarlo, se toma el mismo producto y se comercializa en rosa o con forma de joya. Como resultado, las mujeres están pagando el mismo precio que los hombres por productos que les dan un servicio inferior o que directamente no sirve porque conlleva series implicaciones de seguridad. A priori quizá parece una tontería que haya que hacer instrumentos musicales de diferentes tamaños, pero por ejemplo las pianistas sufren más lesiones como consecuencia de tener que usar unos pianos adaptados a las manos de los hombres. Los móviles cada vez son más grandes y, mientras que ellos pueden manejarlos con una sola mano, ellas por el contrario no solo han de recurrir a ambas, sino que no los pueden llevar en un bolsillo porque, o bien la ropa de mujer no tiene, o son diminutos. Y podríamos decir que para eso están los bolsos, pero es que muchas aplicaciones basan su utilidad en la proximidad al cuerpo. La autora por ejemplo hace referencia a que la mayoría de los ancianos dependientes rechazaban los detectores de caídas, y esto era porque la mayoría eran mujeres y no les era práctico llevar el dispositivo encima.

La programación de los softwares también tiene sus carencias. Si no intervienen mujeres en el proceso creativo, hay aspectos que los hombres parecen no tener en cuenta. Y así luego encontramos a asistentes como Siri que podían responder a casi cualquier cosa pero que no sabían lo que era una violación, calculadores de ruta que muestran la opción más rápida y la más directa, pero no la más segura, o videojuegos en los que se han previsto diferentes tipos de ataques físicos a los personajes, pero se olvida del acoso sexual. Puede ser que se lance un sistema de monitorización con mil opciones (incluida la ingesta de cobre y molibdeno), pero que entre ellas no se halle algo tan cotidiano y básico como el ciclo menstrual; que se diseñen sistemas de reconocimiento de voz que tienen un 70% más de probabilidades de identificar el habla masculina que la femenina cuando está dirigido para toda la población; o que se creen unas gafas de realidad virtual que producen mareos en las mujeres (aparte de que no se adapte su tamaño).

La indignación crece cuando llegamos a la cuestión automovilística, ya que, como consecuencia de que los tests de seguridad se basan en las medidas masculinas estandarizadas, ante un accidente de coche, las mujeres tienen más posibilidades de sufrir lesiones e incluso morir. Y sí, en la Unión Europea se exige que en las pruebas se usen también maniquíes más pequeños, pero estos no cuentan con medidas antropométricas correctas y obvian que la distribución de la masa muscular y el espacio entre las vértebras es diferente y que la densidad ósea es menor en mujeres, por lo que en general habrá una mayor vulnerabilidad a traumatismos cervicales. Además, estos muñecos solo se ubican en el asiento del copiloto por lo que no se tienen datos sobre cómo afectarían los golpes a las conductoras. Luego además estaría el caso de los cinturones, que aún no se ha fabricado uno eficaz para las embarazadas, a pesar de que las mujeres llevan décadas al volante.

Por supuesto, la problemática se extiende a todas las áreas, incluida a la laboral, y mientras que se han reducido los riesgos laborales en el caso de los hombres, se disparan en los empleos feminizados. Por ejemplo, se han hecho numerosos estudios sobre cuál debería ser la carga máxima en los levantamientos en la construcción o sobre los efectos de las enfermedades derivadas de la minería, pero no podemos decir lo mismo sobre el peso que levantan las cuidadoras o sobre los efectos que tienen en las limpiadoras o en las empleadas de estética la exposición continuada a los químicos.

Y si hablamos de químicos algo que se lleva la palma son los medicamentos. Un avance científico que se supone que está hecho para mejorar la salud de las personas, en realidad, en el caso de las mujeres, en un gran número de casos, se la empeora. La autora señala no obstante cómo las investigaciones más recientes han puesto en evidencia diferencias entre ambos sexos en todos los tejidos y sistemas de órganos del cuerpo humano (incluso en el funcionamiento mecánico fundamental del corazón), así como en la prevalencia, curso y gravedad de la mayoría de enfermedades comunes. Sin embargo, también en esta área históricamente se ha asumido que no había ninguna diferencia fundamental entre el cuerpo de un hombre y una mujer, y se había venido tomando lo masculino como norma. Como consecuencia, la mayoría de los medicamentos continúan administrándose en dosis neutras poniendo a las mujeres en riesgo de sobredosis.

Los cuerpos femeninos han quedado fuera de ensayos clínicos por considerarlos demasiado complejos y variables. Y cuando se incluyen, se evalúan en la fase folicular temprana de su ciclo menstrual, momento en que los niveles hormonales están más cerca de los parámetros de los hombres. Así que no sabemos cómo funcionarán los medicamentos en otras fases del ciclo. Por no hablar de dolencias que afectan a las mujeres (endometriosis, síndrome premenstrual o insuficiencia uterina) o el caso de las embarazadas. Dado que quedan sistemáticamente excluidas, se carecen de datos sólidos sobre cómo tratarlas ante cualquier eventualidad.

La autora recoge una serie de ejemplos que resulta abrumadora. Entre ellos que las mujeres tienen un 70% más de probabilidades que los hombres de caer en depresión, tres veces más probabilidades de contraer una enfermedad autoinmune, responden mejor a los anticuerpos y tienen reacciones adversas más frecuentes y graves a las vacunas, son casi dos veces más proclives a a padecer el síndrome del intestino irritable y tres veces más a sufrir migrañas y presentan un riesgo más alto que los varones de contraer cáncer de colon del lado derecho.

Y, a pesar de no participar de igual medida de los ensayos, las mujeres informan de sus dolencias. El problema es que como sus síntomas no concuerdan con el patrón que aprende el personal sanitario, no se identifican con la enfermedad. O no se las cree. Durante siglos a las mujeres se las ha tratado como histéricas, locas, irracionales y excesivamente emocionales, así, con frecuencia, se les ha estado recetando antidepresivos en lugar de analgésicos. Incluso cuando se les receta analgésicos es porque han insistido mucho tiempo. Más de lo que lo tendría que hacer un hombre en cualquier caso. Un verdadero via crucis en determinadas épocas del ciclo menstrual cuando la piel, el tejido subcutáneo y los músculos son más sensibles al dolor.

El segundo pilar sobre el que articula el ensayo Criado Pérez es el trabajo de cuidados no remunerado.  A nivel mundial las mujeres hacen el 75 % del trabajo no remunerado del mundo, unos cuidados claves para que funcione el sistema, pero que, sin embargo, no se tienen en cuenta a la hora de planificar las infraestructuras, los servicios públicos, el lugar de trabajo o la economía en general.

Desde 1930, la Organización Internacional del Trabajo viene señalando que nadie debería exceder las 48 horas semanales de trabajo, pero en esta recomendación no está teniendo en cuenta los trabajos de cuidados. Así, mientras que trabajar horas extra (remuneradas) aumenta las tasas de hospitalización y mortalidad entre las mujeres, en cambio mejora la salud de los hombres. Y esto es porque después de la jornada laboral y esas horas extras, se estima que las ellas realizan entre tres y seis horas al día de trabajo no remunerado mientras que ellos dedican ese tiempo a su ocio. Ellas se han incorporado a la fuerza laboral remunerada, pero ellos no lo han hecho en la misma medida al de cuidados. Y el problema no es solo que no asuman determinadas tareas, sino que además generan más trabajo (según un estudio de la Universidad de Míchigan los maridos generan siete horas de trabajo doméstico extra a la semana a sus mujeres).

La autora insiste en su ensayo en que la igualdad sanea economías, porque se calcula que el trabajo no remunerado de cuidados podría representar hasta el 50% del PIB en los países de altos recursos y hasta el 80% del de bajos recursos. Estima que dos tercios de los empleos de cuidados recién creados irían a parar a mujeres, lo que aumentaría la tasa de empleo femenino hasta en ocho puntos. Y no solo por la incorporación de nuevas trabajadoras en este área, sino porque ante unos servicios sociales más estables, las mujeres ya empleadas tendrían menos posibilidades de perder su empleo o verse abocadas a dejarlo (o reducir sus jornadas para conciliar).

Desde sus orígenes el PIB no tiene en cuenta este trabajo invisible del que la sociedad no podría prescindir, por lo que el cálculo de las rentas nacionales no es realista. Criado Pérez señala como ejemplo el período que va tras la II Guerra Mundial hasta mediados de los años 70, una etapa en la que parece que creció la productividad pero lo que realmente ocurrió es que las mujeres se habían incorporado al trabajo remunerado y las tareas gratuitas que venían haciendo fueron reemplazadas por bienes de mercado y servicios (comida preparada, electrodomésticos, etc.). En el sentido contrario, cuando los gobiernos recortan en servicios públicos, la demanda no desaparece, sino que se transfiere a las mujeres, quienes por incompatibilidad dejan de participar en la fuerza laboral remunerada.

Sobre las infraestructuras la autora recoge el caso de la retirada de la nieve en países nórdicos y cómo a raíz de una investigación se cambió la forma de actuar dando prioridad antes a las zonas peatonales y de transporte público que a las de los coches. Y es que los peatones (mayoría de ellos mujeres) se lesionaban tres veces más que los conductores ante tal condición meteorológica y estas lesiones suponían un coste en asistencia sanitaria y una pérdida de productividad de aproximadamente el doble que el del mantenimiento de las carreteras.

Tradicionalmente los ingenieros han diseñado las infraestructuras basándose en la movilidad por trabajo, lo que venía siendo el patrón masculino. Sin embargo, pese a que las mujeres se han incorporado al mundo laboral, también realizan otros desplazamientos que no se ajustan a la pauta de entrada y salida de la ciudad. Con frecuencia son ellas quienes llevan a los niños al colegio antes de entrar a trabajar, o los recogen por la tarde, se encargan de acompañar en citas médicas, en extraescolares, realizan recados… Así pues, mientras que ellos suelen desplazarse solos, ellas por el contrario lo hacen acompañadas y cargadas, por lo que es más probable que les afecte la frecuencia del transporte público, el estado de las aceras, los patinetes, motos y bicis abandonados en cualquier lugar y el mobiliario urbano mal colocado.

Finalmente, y no por ello menos importante, otro de los problemas básicos que se encuentra cualquier mujer en su día a día es el de la violencia machista, tanto en público como en privado. La planificación urbanística, como mencionaba más arriba, no suele tomar en cuenta a las mujeres en general, así que mucho menos tiene en consideración la probabilidad de que sean agredidas sexualmente. Esto tiene por tanto un impacto directo en su movilidad y en su derecho básico de acceso a los espacios públicos. Mientras que las mujeres constituyen la mayoría de los peatones o  de los usuarios de autobuses, son solo una minoría cuando se trata de horas nocturnas. Algo que se podría cambiar con una mejor planificación de las rutas y de la ubicación de las marquesinas, con una mejor iluminación o con un refuerzo de inspectores. Aunque por supuesto, todo pasa por una educación social en la que los hombres dejen de agredir.

La autora también pone sobre la mesa que las niñas y jóvenes dejan de ir a las áreas de juego públicas porque por un lado tienen que competir con los varones por un espacio que copan masivamente con los deportes colectivos, y por otro porque se sienten observadas e intimidadas. En países en los que han tomado medidas para cambiar estos espacios, la participación femenina ha subido. Y esto al fin y al cabo es como la cuestión de la retirada de la nieva, revierte en la sociedad. Que las niñas hagan ejercicio antes de la pubertad aumenta su densidad ósea y reduce el riesgo de desarrollar osteoporosis en el futuro, por tanto se reduce el gasto en sanidad.

Por supuesto la violencia machista también aparece en los conflictos armados. Las violaciones están a la orden del día, incluso en refugios que se supone que están pensados para poner a salvo a la población. Y la violencia no para en un escenario posconflicto, ya que los niveles de violencia, las tensiones, los traumas y las frustraciones de los hombres siguen altos. Sin un enemigo claro, vuelcan esas emociones en las mujeres de su entorno.

La mujer invisible es la muestra de cómo la brecha de datos de género perjudica a las mujeres, porque mientras no se recopila datos sobre ellas y sus vidas, se sigue normalizando la discriminación sexual. Pero además es la muestra de cómo la existencia de un sesgo masculino está perjudicando a toda la sociedad. No solo por el riesgo que entraña para las mujeres directamente, sino porque al ignorar a la mitad de la población también se está perdiendo producción de conocimientos que nos beneficiarían a todos.

Pese a que su lectura lleva a la indignación al recopilar tal cantidad de ejemplos, este ensayo es una llamada al cambio. Caroline Criado Pérez nos abre los ojos y nos invita como sociedad a buscar alternativas para eliminar este sesgo en que los hombres son el ser humano por defecto. Y esto pasa por reconocer que el trabajo de las mujeres, remunerado o no, es la base de nuestra sociedad y nuestra economía. Pasa por darle una vuelta al enfoque actual del diseño de los productos y herramientas para que también se ajusten a las usuarias y sus cuerpos. Pasa por recopilar información sobre sus patrones de movilidad, sobre sus síntomas y enfermedades, sobre la violencia sexual a la que se enfrentan cada día… En definitiva, pasa por aumentar la representación femenina en todas las esferas de la vida y en escuchar lo que las mujeres tienen que decir.

Cuatro Horas en el Capitolio

El 6 de enero de 2021, el día que el Congreso de Estados Unidos debatía la Certificación de Voto Electoral de las elecciones presidenciales de noviembre del 2020, una nutrida multitud formada por simpatizantes de Donald Trump se reunió en Washington D.C. para protestar contra los resultados de unas elecciones que consideraban fraudulentas. Lo que en principio comenzó como una manifestación pacífica, pronto se tornó en un violento asalto que provocó que la sala de sesión fuera evacuada y los senadores y representantes fueran puestos a resguardo.

Este ataque no surgió de la nada, sino que venía alentado por el expresidente. Quizá no les había dado las órdenes de violar la seguridad y entrar en el recinto para evitar el conteo de votos, pero sí que llevaba tiempo plantando semillas (un poco de falso patriotismo, un tanto de desconfianza en el sistema, otro poco de teorías conspiranoicas y bulos, altas dosis de victimismo…). Las últimas semillas fueron aseverar que había existido fraude en las elecciones presidenciales de noviembre, intentando incluso influir en las autoridades judiciales al menos hasta en nueve ocasiones para que confirmaran su afirmación. Como esto no le sirvió, alentó a sus seguidores a que se dirigieran a la sede del Congreso a exponer su malestar.

Con consignas como «Somos el Pueblo», «Estados Unidos de América», «Queremos a Trump», o «Esta es nuestra maldita casa» y portando banderas de los Estados Unidos poco a poco los manifestantes se fueron viniendo arriba y derribaron barreras del perímetro del edificio. Poco podía hacer la policía ante una turba enfurecida y agrupada que iba tirando a su paso valla tras valla hasta colarse violentamente en el Capitolio. Una vez dentro, los trumpistas abrieron despachos a la fuerza, rompieron ventanas y se llevaron por delante a todo aquel que se enfrentara a ellos. No tenían un objetivo claro, pero sembraron el caos en los pasillos del congreso mientras los trabajadores se escondían.

Cuatro horas en el Capitolio reconstruye estos hechos a partir de los testimonios de policías (Mike Fanone, Jimmy Albright, Daniel Hodges, Ramey Kyle, Robert Glover, Winston Pingeon, Byron Evans y Keith Robishaw), senadores (Chuck Schumer y Dick Durbin), representantes (Jim McGovern, Eric Swalwell, Ruben Gallego, Buddy Carter y Rosa DeLauro) e incluso manifestantes (Couy Griffin, Dominic Box, Nick Alvear, Eddie Block y Bobbie Pickles). Intercala sus entrevistas con material inédito del asalto, tanto de las cámaras reglamentarias de los policías, como de los móviles de los atacantes. Y es que a pesar de estar cometiendo un delito, los manifestantes no solo se grabaron en su violento asalto, sino que además lo publicaron en las redes sociales. Como esos iluminados que se graban a 200 km/h en la carretera y lo suben a facebook. No midieron el alcance de los actos que estaban cometiendo y gracias a su estupidez tenemos su punto de vista con sus caras bien orgullosas no solo para un documental, sino también para que las autoridades investiguen y les localicen.

En los meses posteriores el Departamento de Justicia elevó cargos contra casi mil personas por su participación en el asalto y en algunos de los casos ha habido condenas de cárcel de entre dos y cinco años. Entre ellas destaca Jacob Chansley, también conocido como Jake Angeli, integrante del grupo conspiranoico QAnon que acudió con el torso desnudo, un tocado de pieles con cuernos en su cabeza y una bandera de EEUU en una lanza. Fue condenado a 41 meses de prisión.

Cuatro horas en el Capitolio es un interesante documental que expone esas horas cruciales en las que estuvo en peligro el régimen democrático de los Estados Unidos. Muestra cómo aumentó rápidamente la violencia, y cómo se quedaron sobrepasadas las fuerzas de seguridad, perdiendo el control absoluto del edificio. Especialmente brutales son las imágenes del momento en que unas 15.000 personas intentaron acceder a través del túnel por el que hace el paseo el Presidente en la ceremonia de investidura. Frente a ellos apenas unos 50 policías poniendo sus cuerpos como muralla.

Este intento de Golpe de Estado se saldó con cinco muertos y más de 140 policías heridos. Además en los meses siguientes se suicidaron otros cuatro oficiales. Y sin embargo, en todo este tiempo Trump sigue sin condenar los hechos. Es más, para él fue una manifestación totalmente pacífica en la que el pueblo se rebelaba contra el verdadero delito: que le robaron las elecciones. De nada han servido las clarísimas imágenes; ni que han salido a la luz sus estrategias para bloquear la certificación del Congreso, declarar la ley marcial y mantenerse en la Casa Blanca; o que ha quedado documentado que ignoró durante horas lo que estaba sucediendo; él se ha mantenido en sus trece en todo este tiempo y ha salido impune. Es más, de acuerdo con una encuesta de la Universidad de Massachusetts, casi el 75% de los republicanos considera a Biden un presidente ilegítimo y dos de cada tres opina que el asalto al Capitolio no fue tan grave como se ha querido dar a entender.

Y lo más preocupante es que en todo este tiempo, en lugar de buscar mecanismos para fortalecer el sistema electoral y proteger los edificios oficiales en actos como el de la certificación de voto, muchos estados republicanos han ido aprobando leyes que hacen más difícil el acceso al voto bajo la premisa de que están tratando de evitar un nuevo fraude.

Merece la pena ver el documental aunque solo sea por aquel refrán de «cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar». Que se empieza con bulos, llamando ilegítimo a un gobierno elegido en las urnas y se acaba entrando por la fuerza en un pleno de un ayuntamiento.

El Reino

Hace ya unos años que la corrupción se ha convertido en un tema recurrente en nuestro día a día. Ha copado titulares de prensa escrita, ha abierto telediarios y ha sido tema recurrente en las conversaciones. Sin embargo, en la ficción, a pesar de aparecer de fondo o de refilón, rara vez ha sido el tema principal. Quizá da un poco de miedo llevar según qué cuestiones a la gran pantalla, o quizá porque la indignación inicial de la ciudadanía ha ido desapareciendo y se ha normalizado que nadie tiene las manos limpias de tal forma que ya no nos sorprende ni nos interesa. Una de las pocas excepciones es El Reino (2018) de Rodrigo Sorogoyen.

Inspirada claramente en hechos reales, la película sigue las andanzas de Manuel López Vidal (Antonio de la Torre), un político autonómico de la Comunidad Valenciana con aspiraciones nacionales que, como tantos otros compañeros de su partido, vive la gran vida a costa del dinero de los contribuyentes. No pueden faltar ni el casoplón, ni las juergas excesivas en la cubierta de un yate, ni las buenas mariscadas. Sin embargo, esta vida de lujo se va al traste cuando es elegido por su partido como cabeza de turco en una trama de corrupción. Sus tres pilares: trabajo, amigos y familia se desmoronan y Manuel, señalado por la opinión pública, olvidado por los que consideraba sus amigos y con nada más que perder, pone su empeño en librarse de los cargos de malversación a la vez que intenta morir matando, esto es, tirar de la manta y llevarse por delante a los verdaderos artificies de la trama. El espectador es testigo de cómo el reino del protagonista se cae cómo un castillo de naipes y cómo sin esa red de protección a su alrededor se convierte en un fantasma que intenta asirse a cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Desde ese arranque que sirve para contextualizar la historia presentando a los personajes y los mimbres de ese reino metafórico, la película no deja de subir de intensidad. Primero con el señalamiento de López Vidal y después cuando este inicia su delirante cruzada. El reino es un clímax continuo donde apenas hay respiro.  El guion de Sorogoyen e Isabel Peña nos conduce a un ritmo vertiginoso por un universo de coacciones, amenazas, traiciones, ocultación de pruebas, favores y manipulaciones. En él se ven perfectamente las dinámicas de la corrupción y su carácter estructural. Y por supuesto los paralelismos entre la vida real y la ficción, algo que despierta la rabia.

Y sin embargo, pese a todo, la película consigue que el espectador empatice en cierta manera con un protagonista al que desde el principio ha presentado como un ser despreciable. Es un villano manipulador, corrupto y dispuesto a todo con tal de medrar. Sí, no hay duda. No obstante, también es un chivo expiatorio y no parece justo que cargue con toda la culpa. Al final es un hombre más, una pieza más en esa maquinaria bien engrasada que es el partido corrupto. Por tanto, es fácil ponerse de su lado cuando comienza su cruzada y desear tanto como él que le salga bien la jugada.

Magistral como siempre la interpretación de Antonio de la Torre que consigue plasmar los diferentes sentimientos que van consumiendo al personaje. El resto del elenco queda algo eclipsado por su actuación, aunque hay que destacar otros secundarios como los de Luis Zahera, Nacho Fresneda o Ana Wagener.

La huella de Sorogoyen está presente en toda la cinta. El director imprime su característico estilo en el que predomina la tensión, los diálogos ágiles, los planos secuencias combinados con otras escenas en las que se rueda cámara en mano y un ritmo frenético acompañado por una desasosegante banda sonora. Y es que no podría ser de otra manera. La trama necesita acción, mostrar movimiento. Que aunque no se pueda hacer nada para parar la maquinaria, no quede la sensación de que no se han agotado todos los cartuchos ante una situación tan crítica. Gracias a ello, las más de dos horas de metraje se pasan en un suspiro.

El Reino es una película necesaria. Supone una dura crítica social que ataca al sistema. Porque sí, ataca a los políticos, pero también a los medios (que no son objetivos y se posicionan según intereses propios) y apela al ciudadano de a pie, al espectador. Le propone que se cuestione hasta qué punto sería capaz de comportarse como el protagonista, que se pregunte hasta qué línea roja está dispuesto a tolerar. Es un retrato dolorosamente auténtico y contundente sobre la corrupción y la lucha de poder. Bien claro lo dice Manuel en un momento de la película : “Si quieres cambiar las cosas hay que hacerlo desde dentro y con poder”. Porque como dice Amaia Marín: “El poder protege al poder”. Así que si quieres vencerle, tienes que ir bien armado. 

El Reino es una gran película, sí, pero deja un poso angustioso, doloroso e impotente. No apta para días de bajón.

Una Cuestión de Género (On the basis of Sex)

Una cuestión de género es un biopic sobre la jueza del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg, una mujer que ha dedicado su vida profesional a la lucha por la igualdad legal, tanto entre hombres y mujeres, como de heterosexuales y homosexuales y minorías raciales. Nombrada por Bill Clinton en 1993, fue la segunda mujer en la historia (tras Sandra Day O’Connor) que llegó a este órgano judicial y siguió ejerciendo hasta su muerte, en septiembre de 2020, siendo una dura crítica de las políticas misóginas de la era Trump.

La cinta arranca en los años cincuenta, una época en la que en las facultades de leyes prácticamente el 100% de su alumnado era masculino. No obstante, los tiempos estaban cambiando y los decanos se vieron obligados a reservar un limitado (e irrisorio) número de plazas para alumnas. Por supuesto, esto no significaba que fueran tomadas como iguales, muy al contrario seguían siendo vistas como objetos decorativos que buscaban un divertimento hasta que encontraran marido, o incluso que pretendían conseguir un matrimonio ventajoso en las aulas. En ese contexto la protagonista no tuvo fácil acceder a la facultad en 1956 y lidiaba con unos compañeros que la miraban por encima del hombro. Casada y con una hija pequeña llegó incluso a duplicar su carga lectiva cuando su esposo Martin enfermó de cáncer testicular, asistiendo a las clases de ambos: a las de su propio curso, y a las de él, que aunque estudiaba también Derecho, estaba en algún curso superior.

A pesar de graduarse como una de las primeras de su clase, mientras que su marido consigue un puesto como abogado fiscal en un reputado bufete, ella se tiene que contentar con una plaza como profesora porque nadie la quiere contratar. Bien porque no confían en que vaya a poder compaginar su trabajo con su maternidad y matrimonio, bien porque ya han incorporado a la plantilla ese año otra mujer, o porque las esposas de los trabajadores pudieran sentir celos de que estos trabajaran con una compañera codo a codo.

Aunque Martin es el perfecto marido (demasiado no solo para aquella época, sino para esta) que comparte las responsabilidades en cuanto a tareas del hogar y cuidado de los hijos y que apoya a su esposa en sus luchas; lo cierto es que en el fondo él no alcanza a entender las frustraciones de Ruth por las continuas situaciones de marginación a las que se ve sometida por el hecho de ser mujer. No obstante, cuando descubre el caso de un soltero al que le habían denegado la exención de impuestos por cuidar a su madre enferma por ser varón, anima a su mujer a que lo aproveche para su batalla por la igualdad de sexos. Pese a las reticencias iniciales de Ruth por tratarse de un caso del área fiscal, finalmente el matrimonio Ginsburg (con ella a la cabeza y su marido como asesor y apoyo) decide embarcarse en esta demanda para atacar el sistema patriarcal desde el flanco opuesto al que siempre lo había intentado: desde el masculino. Porque el machismo no solo perjudica a las mujeres, también impone determinados roles y conductas a los hombres (en este caso dejando fuera la posibilidad de que haya un varón que quiera cuidar a un familiar).

El peso de la película recae sobre la protagonista (como era de esperar siendo un biopic), sin embargo, también deja espacio para mostrar la complicidad de esta con su marido y el cambio generacional con su hija. Este punto resulta interesante, pues aunque ambas tienen caracteres similares y pelean la misma lucha por la igualdad, la madre lo hace desde el ámbito institucional, buscando cambiar las leyes; mientras que la hija intenta conseguirlo en su día a día, en no soportar comentarios machistas en la calle o manifestarse si es necesario. El papel de esta última sirve además para que Ruth se replantee su punto de vista y defienda con uñas y dientes ante el tribunal que no es que haya que cambiar las leyes para que así lo haga la sociedad, sino que el mundo ha avanzado y la legislación ha de reflejar estos pasos dados. El antagonista si bien es el sistema en sí, queda representado por Erwin Griswold, decano de Harvard y Procurador General de los Estados Unidos, quien considera que ya le se le han hecho demasiadas concesiones a las mujeres en los últimos años (como dejarlas estudiar) y que esto no es más que una pataleta de una insufrible e histérica mujer.

A pesar de que es una película ligera e interesante, lo triste de Una cuestión de género es que es insoportablemente actual y que parece que apenas hemos avanzado desde los años 70. Las mujeres podemos votar o estudiar, pero no deja de haber grandes desigualdades en nuestro día a día. Así pues, el optimismo con el que cierra su metraje se pierde a nada que se reflexione sobre cómo estamos ahora. En cualquier caso, una cinta recomendable sobre la vida de una mujer que no conocía.

Stieg Larsson: El hombre que jugó con fuego

Ya he repetido en muchas ocasiones lo que me gustó la saga Millenium, publicada como trilogía tras la muerte de su autor Stieg Larsson y continuada por David Lagercrantz con otras tres novelas más. Así pues, cuando me enteré de que había un documental sobre Larsson, me picó la curiosidad.

Henrik Georgsson documental Stieg Larsson

Titulado Stieg Larsson: El hombre que jugó con fuego, su nombre en sueco Mannen som lekte med elden hace una clara referencia a su segunda novela (La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina): Flickan som lekte med elden. Sin embargo, aunque esta miniserie documental de cuatro episodios arranca con una presentación del autor como el escritor de aquel fenómeno editorial, este aspecto pasa enseguida a un segundo planoy recorre la vida y carrera profesional de Larsson profundizando sobre todo en su lucha contra la extrema derecha y los neonazis. Y es que se dejó la vida (literalmente, pues vivía por y para trabajar) investigando, persiguiendo, destapando e informando sobre el auge del fascismo en su país.

Esta vocación antifascista parece que le viene de su infancia, cuando vivió en la granja de sus abuelos. Allí escuchaba durante horas a los leñadores discutir sobre política. De hecho, su propio abuelo era un gran defensor de los derechos democráticos y vivía preocupado por el avance nazi por Europa. Quienes conocieron a Larsson de crío cuentan que era un «niño que nació viejo», siempre serio y con algún libro o cuaderno (por aquel entonces comenzó a escribir) en sus manos.

Dirigido por Henrik Georgsson (Bron/Broen o Wallander) el documental se sirve de testimonios de personas cercanas al autor (como su pareja Eva Gabrielsson, su padre Erland Larsson o colegas de profesión), de imágenes de archivo y de escenas dramatizadas para componer un repaso a la evolución de la ultraderecha en Suecia. Un recorrido que bien se podría extrapolar a buena parte de los países de Europa.

En los años 70, cuando todo el mundo pensaba que en Suecia no había nazis, Larsson se empeñó en demostrar que no era un fenómeno tan residual y comenzó a perseguir y destapar a los grupúsculos de extrema derecha que operaban en la clandestinidad estableciendo conexiones entre estos y otros de fuera de sus fronteras. Llegó incluso a adherirse con nombre falso a la organización neonazi Nordic Realm Party para poder recibir sus publicaciones. De sus investigaciones nació el principal archivo sobre ultras de Escandinavia. Tan nutrido era que ha sido utilizado durante años por periodistas e historiadores como una enciclopedia.

Durante la década de los 80 Larsson se implicó en política y participó en la fundación del proyecto Stop the Racism. En su afán por destapar a los nazis, acudía con su cámara a cualquier acto o reunión que estos realizaran e intentaba documentarlo todo: escenografía, simbología, participantes… Y es que si en los 70 actuaban en clandestinidad, en los 80 empezaron a sentir cierta impunidad y salieron a la luz numerosos grupos xenófobos. Por aquel entonces nació por ejemplo la organización Keep Sweden Swedish.

Pero el punto de inflexión para la historia de Suecia (y para la vida del autor) fue 1986, cuando el primer ministro Olof Palme fue tiroteado a quemarropa en las calles de Estocolmo cuando paseaba con su mujer. El asesinato conmocionó a la población y se convirtió en la obsesión de Larsson, quien pronto comenzó a realizar sus propias investigaciones. Tirando de los hilos consiguió conectar a la extrema derecha sueca con los servicios secretos sudafricanos (los mandatos de Palme estuvieron muy marcados por una fuerte política exterior que giraba en torno al respeto de los derechos humanos y financió la lucha contra el Appartheid) y La Liga Mundial Anticomunista (una organización con mucho dinero que servía de paraguas para asociaciones terroristas fascistas de todo el mundo). El escritor murió sin resolver el crimen, aunque le entregó a la policía 15 cajas llenas de documentación. El 10 de junio de este año la fiscalía sueca dio por resuelto el caso, aunque ni se ha encontrado el arma ni nuevas pruebas forenses. El supuesto culpable no será juzgado, pues se suicidó en el año 2000.

En 1991 Larsson coescribió con la periodista Anna-Lenna Lodenius, el libro Extremhögern (Extrema derecha), el primer documento que ofrecía una visión completa del movimiento ultraderechista en Suecia. Ambos autores recibieron amenazas por esta publicación a través de la revista nazi Storm, donde se llegaron a difundir incluso sus fotos de pasaporte y direcciones.

Los 90 habían arrancado con el país sumido en una crisis económica. El partido Demócratas de Suecia había conseguido entrar en el parlamento con un mensaje claramente xenófobo en el que culpaba al millón de refugiados soviéticos que habían llegado a Suecia huyendo de la Guerra de los Balcanes. La extrema derecha resurgió con más fuerza incendiando campos de refugiados o poniendo bombas en la Estación Central de Estocolmo y en una pizzería. Además, se hizo popular entre la juventud un movimiento musical conocido como Vikingarock, que no era otra cosa que rock fascista. Bajo la excusa del patriotismo consiguieron captar a muchos jóvenes suecos descontentos con el sistema y los partidos tradicionales. Gracias al éxito de bandas de rock vikingo como Division S, Uppsala, Vit Agression, Ultima Thule la extrema derecha encontró una forma de financiarse y de volverse influyente. Esto supuso un punto de inflexión, pues nacieron nuevos partidos y organizaciones anticomunistas y xenófobos. Algunos de ellos hasta se inspiraban en los partidos de los años 30 y copiaban los uniformes, consignas y forma de asociación o de crear comunidad. En 1995 los neonazis ya no se escondían, ese año mataron a 7 jóvenes.

Con este clima político, Larsson, que trabajaba como diseñador gráfico en la Agencia de noticias TT (Tidningarnas Telegrambyrå), fundó junto con otros jóvenes la revista antirracista y sin ánimo de lucro Expo. Una publicación que además sirvió como corresponsal de Escandinavia para su homóloga británica Searchlight. Eso sí, desde el anonimato. La revista nace para llenar un hueco antifascista y con el objetivo de destapar las redes que llevaba tejiendo desde hacía dos décadas la extrema derecha en Suecia. Expuso tanto a gente que se consideraba hasta entonces respetable como las fuentes de financiación. Esto, lógicamente, no gustó a la ultraderecha, que inició una campaña de acoso y derribo contra la publicación. No fue sin embargo algo que asustara a Larsson, quien ya estaba acostumbrado y se había convertido en todo un experto en seguridad que no se había casado ni tenía nada a su nombre para evitar que lo localizaran o que había aprendido a abrir un paquete bomba sin que le explotara. No obstante, cuando las amenazas se hicieron reales y los periodistas Peter Karlsson y Katarina Larsson sufrieron un atentado por coche bomba, muchos compañeros abandonaron la revista superados por la presión. En el documental hay quien prefiere mantenerse en las sombras pues incluso hoy en día siguen en el punto de mira. Larsson por su parte no cejó en su empeño y siguió investigando con ahínco. Y cuando la violencia siguió escalando y se multiplicaron los asesinatos a policías y sindicalistas las autoridades acabaron recurriendo a él y al trabajo que llevaba realizando durante dos décadas.

Con el nuevo siglo llega una nueva estrategia a las filas de la extrema derecha. Una vez que ya están en el parlamento, y conscientes de que la vestimenta de skinheads y otros grupos uniformados era demasiado llamativa, comienzan a vestir de traje y corbata, a dejar de raparse el pelo y a pulir su discurso para no resultar tan agresivos. No obstante, pese al cambio de retórica no dejaba de ser el mismo perro con distinto collar, y la revista Expo siguió investigándoles, hasta el punto de mandar a uno de sus reporteros como infiltrado para que documentara sus reuniones, entrevistas y estrategias.

En los últimos años de su vida, Larsson estaba obsesionado tanto con el presente como con el asesinato de Olof Palme. Para desconectar y aligerar la carga que llevaba sobre sus hombros decidió retomar la ficción. Ya de niño en casa de sus abuelos había llenado varios cuadernos (incluso le regalaron una máquina de escribir para que no gastara tanto papel) con una novela policial juvenil y otras de ciencia ficción, pero acababan en la hoguera porque no le parecían textos lo suficientemente buenos. Empezó la saga Millenium con el relato escrito en 2002 sobre un viejo que recibía todos los años unas flores. A partir de ahí aprovechó sus conocimientos sobre nazis, malversación de fondos, política… en definitiva de todo lo que había aprendido investigando a lo largo de su vida. Escribir ficción le permitió resolver los casos, algo que no podía hacer en la realidad. Aunque Mikael Blomkvist y su revista Millenium automáticamente nos lleven a pensar en Stieg Larsson y Expo, según la pareja del autor, Lisbeth Salander tiene mucho de su creador. Quizá es la justiciera que le gustaría haber sido si no hubiera tenido que atenerse a la legalidad.

Una pena que su estilo de vida (dormía poco y trabajaba mucho, comía mal, bebía toneladas de café y se fumaba dos paquetes diarios de tabaco) acabara con él cuando aún tenía mucho por aportar, no solo en su ámbito como novelista, sino como en su faceta como meticuloso e infatigable investigador. La serie documental está muy bien estructurada y, aunque le sobran las escenas de recreación, realiza un interesante recorrido no solo de su vida y su trabajo – íntimamente relacionados – , sino también de los movimientos fascistas en Suecia. Stieg Larsson: El hombre que jugó con fuego es analítica y nos insta a no dar la democracia por sentada. Como bien recoge al principio en una entrevista de 2004 del propio Larsson: «no es un don divino caído del cielo, sino algo por lo que debe luchar cada generación”. No se nos debería olvidar.

Serie Terminada: The man in the High Castle

The Man in the High Castle, basada en la novela homónima de 1962 de Philip K. Dick, terminó hace un año tras 40 episodios en los que llevaba al espectador a una realidad alternativa en la que los aliados no ganaron la II Guerra Mundial y ahora el dominio global se reparte entre los gobiernos alemán y japonés. Europa, África, el norte de Sudamérica y la mitad de Estados Unidos forman parte del Gran Reich Nazi; mientras que Asia, gran parte del sur de América y la costa oeste de EEUU pertenecen al Imperio Nipón. En esta ucronía de Dick, maestro de la ciencia ficción (inspiró éxitos como Blade Runner o Minority Report), Estados Unidos se ha quedado dividido en tres zonas; además de las dos mencionadas, hay un pequeño territorio neutral entre ambas que va desde las Montañas Rocosas hasta Nuevo México y funciona con relativa y aparente autonomía.

La serie, ambientada en los años 60, aunque tiene el mismo punto de partida que la novela, modifica e introduce algunos elementos que la distancian de esta. Por ejemplo, las misteriosas películas del hombre en el castillo no existen en ella, sino que se trata de un libro. Un cambio bastante acertado, ya que es un recurso que da más juego dentro de un producto audiovisual como es una serie. Por otro lado, se han revisionado los personajes femeninos, dándole un mayor peso y autonomía a Juliana Crain, quien es infantilizada en el libro, e introduciendo algunos que no existían, como el de Helen Smith, quien sirve como vehículo para explicar el papel de la mujer en la sociedad del Tercer Reich, o el de la lideresa de la Rebelión Comunista Negra.

The Man in the High Castle tuvo un proceso de gestación de 7 años antes de llegar a Amazon, y se ha encontrado con varias piedras en el camino a lo largo de su andadura. En primer lugar, Frank Spotnitz, quien desarrolló y adaptó la idea, abandonó tras la primera temporada por incompatibilidad con otros proyectos y porque tampoco estaba de acuerdo con la idea que tenían los productores para continuar la historia. Productores entre los que se encontraba Isa Hackett Dick, hija del novelista. Tras su marcha el equipo de guionistas se autogestionó durante la segunda temporada, ya que no se buscó ningún sustituto, y mientras la calidad de las tramas bajó de nivel, el presupuesto aumentó considerablemente con respecto a la anterior. La tercera temporada no llegaría hasta dos años después, esta vez ya sí con un nuevo showrunner, pero poco después se vio empañada por la dimisión la acusación del ejecutivo Roy Price tras salir a la luz que llevaba años acosando sexualmente a Isa Hackett Dick. Finalmente Amazon decidió que la cuarta sería la última entrega y los guionistas tuvieron que trabajar en intentar darle un cierre digno. Pero como ocurre siempre en casos de finales precipitados, siempre se quedan flecos sueltos.

No obstante, pese a las trabas y a este final algo inconcluso, la sensación que me deja es buena. Cuenta con un buen montaje, una selecta banda sonora y una gran ambientación. Intenta plasmar cierto realismo histórico al mantener vivas a aquellas personas que murieron durante la guerra y que no obviamente no habrían seguido la misma suerte en esta versión. También es un acierto que pese a ser los 60 el retrato de la sociedad se acerque más a la de los 50. Y es que si los alemanes y japoneses hubieran vencido a los aliados, los movimientos sociales y culturales lógicamente no habrían sido los mismos. No sabemos si habría sido realmente así, pero es lo que ocurre con las ucronías, que hay que especular.

The Man in the High Castle, sin ser una obra redonda, es una serie que consigue mantener el ritmo y el interés durante las cuatro temporadas. Aunque es cierto que la trama nipona me dejó con la sensación de que apenas evoluciona en 40 capítulos. Sí, cambian los mandatarios, pero poco más. Me resultó mucho más interesante la intrahistoria del Obergruppenführer Smith, brillantemente interpretado por Rufus Sewell. Este alto mandatario nazi pronto muestra sus dobleces e incoherencias e invita a la reflexión sobre cómo gente buena puede llegar a hacer cosas terribles por sobrevivir llegando a corromperse en el camino. Y es que John Smith era un combatiente americano que tras acabar la guerra se cambió de bando para mantenerse con vida en un momento en que cambiaban las circunstancias políticas. Se nos presenta como un hombre en una encrucijada que toma una decisión difícil. Con un bebé recién nacido, dejó sus ideas y amigos atrás y se puso el brazalete con la esvástica para asegurarse cierta seguridad. Ahora, años después, puede que no comulgue al 100% con la ideología nazi, pero vive muy cómodo en su puesto de poder y se sirve de él para seguir ascendiendo rápidamente (primero a Oberstgruppenführer, después a Reichmarshall y finalmente a Führer). Y aunque pueda seguir engañándose pensando que lo hace para proteger a su familia, en realidad no deja de ser por ambición.

Además de esta reflexión sobre los dilemas del ser humano ante un momento clave en su existencia, la serie nos recuerda que la democracia no está asegurada, sino que en cualquier momento puede haber un recorte de libertades. Así pues, hay que evitar una sociedad adormecida y luchar día a día. La resistencia simboliza esa lucha contra las injusticias y desigualdades, contra aquellos que están dispuestos a tomar el poder por la fuerza y la represión. Aunque sea una ucronía, el mensaje no se queda desfasado.

La línea invisible

La línea invisible es una miniserie que narra el lapso temporal que transcurre desde los orígenes de la banda terrorista ETA hasta el asesinato de Melitón Manzanas, inspector jefe de la brigada político-criminal. Este policía fue la primera víctima planificada, aunque la primera de la banda había tenido lugar dos meses antes, el 7 de junio de 1968, cuando Txabi Etxebarrieta tiroteó al guardia civil José Antonio Pardines.

A través de seis episodios se presentan ambos bandos y la serie adquiere elementos de thriller clásico en el que los dos personajes principales se persiguen el uno al otro. Por un lado tenemos a Txabi Etxebarrieta, un joven sensible e intelectual que, intrigado por las actividades clandestinas de su hermano José Antonio, se incorpora a las primigenias reuniones de lo que luego sería ETA. Este excelente estudiante de 4º de carrera, que daba clases de informática a los de 1º y que podía haberse marchado a Oxford a estudiar gracias a una beca, decide dejarlo todo por sus ideas políticas. Es retratado como un personaje con inquietudes literarias y filosóficas y que estaba muy pendiente de las revoluciones que ocurrían en diferentes partes del mundo (venezuela, París, Argelia…) los últimos años de la década de los 60. Por otro lado encontramos a Melitón Manzanas, uno de los mayores torturadores del franquismo. Era el encargado de vigilar y neutralizar a los disidentes del régimen, fueran cuales fueran sus ideales políticos. Daba igual que fueran sindicalistas, anarquistas, comunistas o juventudes del PNV, todos eran su obsesión. Pero eso es el ámbito profesional, ya que en lo personal vemos una faceta suya más simpática y juguetona cuando está con su amante, y otra de abnegado padre de una niña por la que haría todo lo necesario para que fuera feliz (incluso amenazar a una monja).

Ambos personajes están dibujados de forma poliédrica. Ni lo blanco es blanco, ni lo negro es negro. Uno no nace siendo terrorista, y otro puede ser muy buena persona en la intimidad, pero un sádico torturador a la que te das la vuelta. Y eso es lo que le interesa a La línea invisible, la historia de las personas en el centro del conflicto, su vida cotidiana con sus familias y las motivaciones que les mueven. No se trata de presentar un documental fiel de los hechos, sino una ficción (con sus licencias correspondientes) en la que se pone en el centro a los dos personajes en torno a los que gira todo.

El desarrollo de la trama está estructurado en base a momentos claves. Así, cada episodio irá avanzando dándonos pinceladas cómo se va conformando la banda armada y sentimos cómo va creciendo la tensión, aunque sepamos cómo va a acabar. En cada paso vamos viendo la evolución ideológica de este grupo de jóvenes que nació como un movimiento juvenil, obrero, antifascista y nacionalista pero que comenzó a debatir sobre cómo encarar esta lucha, si de una forma más o menos pacífica, o bien combatiendo con armas como estaba ocurriendo en otros lugares del mundo. Aunque la mayoría de los integrantes seguían en una posición más sindicalista que creía que la mejor forma de actuación eran las huelgas y las protestas; surge una facción, liderada por Etxebarrieta, que cree que hay que cambiar la forma de actuación contra la represión franquista y pasar a la acción, aunque eso implique cruzar la línea. La agrupación deja de defender a los trabajadores explotados para convertirse en una organización que lucha por la libertad del pueblo vasco recurriendo a la violencia y eligiendo como primer objetivo a la persona que en aquel momento era el mayor representante del aparato represor.

La línea invisible sabe lo que quiere contar y en base a quién quiere articular su narración. La fotografía y la banda sonora también son correctas. Sin embargo, la elección de los actores me parece que cojea. Nada que objetar sobre Antonio de la Torre, que está impresionante en su interpretación del torturador implacable Melitón Manzanas; pero no me creo a un Txabi Etxebarrieta que cambia el acento en cada escena. Es verdad que Álex Monner consigue ocultar su entonación catalana, pero no termina de plasmar del todo la vasca (por mucho que su familia materna sea de Azpeitia y se apellide Zubizarreta). Es cierto que su personaje no hablaba vasco, por lo que no hacía falta que el actor lo fuera o lo hablara, pero irrita que su acento sea como el Guadiana. Y luego está el caso de Enric Auquer, su hermano José Antonio en la serie, que también es catalán y que desde luego que no consigue acercarse al acento vasco. Por mucho que Auquer me gustara en Vida Perfecta, me pregunto si no habría más actores vascos que hubieran podido encajar en el papel. Además, no todo es colar palabras en euskera o una entonación, echo de menos en los diálogos las erres vibrantes tan características o los «igual» en cada frase, pero a lo mejor esto es algo que solo me pasa a mí por ser un poco especialita con los idiomas.

Por lo demás, salvando este pequeño detalle, la serie me ha gustado. Me ha parecido interesante la aproximación a esta etapa de nuestra historia reciente sin caer en lo fácil, en los atentados, en las más de 800 víctimas que vendrían después; sino en el germen, en el inicio del conflicto. Es verdad que el final resulta un tanto abrupto y en cierta manera parece presentar una ucronía en la que ETA se hubiera disuelto ahí, pero entiendo que se trata de darle un cierre a Txiqui, que ejerce de narradora a través de los capítulos.

Serie Terminada: Homeland

Cuando se estrenó Homeland, allá por 2011, fue todo un fenómeno que arrasó en crítica y premios (en su primera temporada ganó 8 Emmys, entre ellos mejor serie dramática, actriz y actor protagonista, guion y reparto). No había ninguna serie que se le pareciera y, aunque algunos de sus responsables venían de 24, aportó una nueva perspectiva a las ficciones de espías. En esta ocasión la protagonista es Carrie Mathison, una analista de la CIA que carga con la culpa de no haber sabido ver las señales que alertaban de los atentados terroristas del 11S.

Esta obsesión lleva marcando a Carrie en su trabajo desde entonces y la lleva a desconfiar del recién rescatado sargento Brody, dado por muerto 8 años atrás. Según la versión oficial había estado secuestrado por terroristas islámicos, pero ella tiene un soplo de que había un prisionero de guerra estadounidense que se había unido a Al-Qaeda y se obsesiona con averiguar la verdad pese a que nadie en su equipo se toma en cuenta sus sospechas. A la obstinación por descubrir a un posible traidor se le suma su trastorno bipolar, que hace que la agente oscile en unos estados de ánimo maniacodepresivos.

Aunque el personaje de Brody estaba planteado únicamente para una temporada, la cadena Showtime presionó a los creadores para que alargaran la vida del sargento un poco más, por lo que este juego del gato y del ratón duró tres temporadas. Sin embargo, a partir de la cuarta la serie tuvo que reinventarse  totalmente y contar otra historia, creando un arco argumental diferente y autoconclusivo en cada una de las temporadas (con excepción de la séptima que continúa la sexta). No obstante, mantiene su propio ritmo y tono y ciertos patrones en el desarrollo de las tramas. Y por supuesto, en el centro está siempre Carrie Mathison, esta agente obsesiva, minuciosa, bipolar y solitaria.

En la cuarta temporada la acción se traslada de Estados Unidos a Kabul (Afganistán), con Carrie como jefa de estación. Su labor es supervisar los ataques con drones contra el talibán Haqqani, sin embargo, viaja a Pakistán cuando un agente de la CIA es asesinado en Islamabad. Es una temporada llena de acción y tensión y gana mucho con los personajes en el corazón del conflicto en lugar de resguardados frente a unas pantallas en su unidad a miles de kilómetros. En esta ocasión están en peligro de verdad como muestra su último capítulo con el atentado a la embajada estadounidense por parte de los hombres de Haqqani.

En la siguiente temporada Homeland da un salto temporal de dos años y esta vez arranca en Europa, en Berlín. Allí reside Carrie con su hija y pareja tras haber abandonado la CIA. Ahora es asesora de una ONG que opera en Oriente Medio y lleva una vida bastante más tranquila. Sin embargo, pronto todo va a saltar por los aires cuando un hacker intercepte unos archivos que revelan la connivencia entre los servicios de inteligencia alemán y estadounidense para espiar a ciudadanos. En estos archivos se ven implicados, además de la CIA, la empresa donde trabaja Carrie, por lo que enseguida entra en escena Saul Berenson y tenemos de nuevo a los dos protagonistas trabajando juntos. Además, Mathison descubre también que alguien quiere matarla y se incorpora un nuevo agente, Peter Quinn, que parece tener tanto empuje como ella en sus inicios.

Homeland demuestra ser una serie que no se corta a la hora de tratar temas polémicos. Prueba de ello son las tres primeras temporadas, el atentado a una embajada en la cuarta, o esta trama sobre agencias de seguridad que espían a sus ciudadanos. Un asunto que, por otra parte, nos recuerda al caso de Snowden, quien, de hecho, colaboró con la serie como asesor para el desarrollo de la historia. Siempre ha intentado ir pegada a la actualidad, tanto que en la sexta les pilló a contrapié la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales.

Los guionistas habían previsto que ganaría Hillary Clinton y pospusieron el estreno, que solía ser en octubre, a enero de 2017, para no hacerlo coincidir con las elecciones. Ambientada en Nueva York en los días previos a la toma de posesión de la nueva presidenta de los Estados Unidos, Elisabeth Keane, esta sexta temporada trae de vuelta a Carrie a Estados Unidos, quien sigue colaborando con ONGs, esta vez ayudando a musulmanes a integrarse en el país. Cuando está trabajando en uno de sus casos se entera de la existencia de una conspiración para evitar que la presidenta electa llegue a ser investida y, como mantiene una relación estrecha con ella al haberla asesorado en secreto sobre cuestiones de seguridad nacional, no tardará en ponerla sobre aviso. Paralelamente se sigue la evolución de la relación entre Carrie y Saul, que parecen seguir en bandos opuestos, y de la de Carrie y Quinn, que nos hace ver la faceta más humana de la protagonista.

Keane es una mujer de carácter progresista que no aprueba del todo los métodos de los servicios secretos contra el terrorismo y, gracias a su personaje y la trama en torno a ella, se ponen de manifiesto la opacidad de los procesos y los cómo se mueven los hilos en los despachos. Continúa ahondando en ello en la séptima temporada, donde la amenaza es un Gobierno que se ha obsesionado con el poder y las conspiraciones. La presidenta ha pasado de ser una imagen idealizada de lo que habría sido la llegada de Clinton al poder a convertirse en una caricatura más próxima a Trump. En el centro del argumento se encuentran las noticias falsas y los bots y la influencia que tienen en la opinión popular. De nuevo un tema muy pegado a la actualidad.

La octava y última temporada vuelve de alguna manera a sus orígenes retomando algunas cuestiones de la primera para cerrar el círculo. Tras siete meses cautiva en una cárcel rusa, Carrie es puesta en libertad tras ser intercambiada por prisioneros de aquel país. Mientras ella se recupera física y psicológicamente de este período de tiempo a la sombra, Saul, que ahora es Asesor de Seguridad Nacional del nuevo presidente, pide que sea trasladada a Kabul para ayudarle en las negociaciones de paz en Afganistán con el vicepresidente G’ulom. Este reclutamiento no cuenta con el visto bueno de los médicos de la exagente, que es inestable mental y emocionalmente. Sin embargo, su antiguo jefe confía en que si hay alguien que pueda mediar en ese proceso de negociación, es ella. Y pese a que sabe que puede frenar su recuperación y poner en riesgo su salud mental, la seguridad nacional está por encima de todo.

La acción se traslada así de nuevo a Afganistán, recuperando personajes de la cuarta temporada y cerrando cabos sueltos. Y mientras Carrie intenta mantenerse a salvo en su misión ahora que no tiene la red de contactos que tuvo en su momento, se encuentra bajo la lupa de las agencias de seguridad de su país. Todos sus movimientos y decisiones son cuestionados por unos compatrionas que desconfían de ella porque el relato que dio de los siete meses en Rusia tiene inconsistencias y contradicciones. Y lo peor es que ella misma no sabe si reveló información sensible a sus torturadores, porque tiene muchas lagunas de aquellos días. Homeland recupera su esencia con una trama espejo de la primera temporada convirtiendo a Mathison en Brody: rescatada tras ser prisionera del enemigo y con la duda de si no se habrá pasado al otro bando.

Además, enfrenta a la protagonista a su mayor obsesión, esa que se repite en los títulos de la cabecera con cada arranque temporada tras temporada:

  • Carrie: I missed something once before. I won’t, I can’t let that happen again.
  • Saul: It was ten years ago. Everyone missed something that day.
  • Carrie: Everyone’s not me

Han pasado dos décadas, pero Carrie sigue atormentada por el sentimiento de culpa de que algo se le escapó antes del 11S y está empeñada en no volver a pasar por eso, y es por ello por lo que es tan paranoica, tan minuciosa y tan perfeccionista. De nuevo en Afganistán hará todo lo que esté en su mano para que Estados Unidos no vuelva a entrar en un conflicto armado internacional, pero tendrá que luchar mientras tanto con sus propios demonios cuando se cruce en su camino Yevgeny Gromov, su torturador. Y de nuevo se mezcla la motivación personal de la agente con la responsabilidad de servir a su país.

Homeland es un thriller político, pero se sustenta gracias a sus personajes. Carrie está siempre en el centro y es la protagonista, pero son igualmente importantes las relaciones que mantiene con su entorno. Con Brody, con Quinn, con Max, con su hija, con su hermana… pero sobre todo con Saul. Es una especie de relación paternofilial en la que por muy distanciados que se encontraran, había un vínculo de confianza y respeto mutuo por encima de todo. En esta última temporada Berenson la acerca al conflicto para que le ayude, pero, como siempre, ella luego sigue sus propias reglas yendo por libre y durante varios capítulos da la sensación de que esta relación entre tutor y protegida se va a romper para siempre.

El final de la serie es un cierre perfecto para la historia de Carrie. Consigue salvar el mundo evitando una nueva guerra y en lugar de sacrificar a una persona que siempre la ha apoyado y protegido, es ella quien se pone bajo las ruedas. Acaba exiliada en Rusia y publicando un libro llamado “Tiranía de los secretos: por qué tuve que traicionar a mi país«, algo que recuerda mucho a la historia del propio Snowden. Sin embargo, como siempre ocurre con ella, Estados Unidos está por encima de todo y esta nueva vida no deja de ser una tapadera. Sigue siendo espía, aunque esta vez oculta y como informante secreta de Saul. Las escenas finales te dejan con una sonrisa de medio lado y un cabeceo cómplice entendiendo que no podía ser de otra manera.

Cuando Homeland arrancó, era una adaptación de una ficción israelí que narraba la vuelta a casa de varios soldados que habían estado secuestrados en el Líbano por Hezbolá. Llegó con Obama en el poder, con los conflictos internacionales más o menos calmados y servía como una especie de revisionado de los errores cometidos en Afganistán y el no saber anticipar el 11S. Sin embargo, con las temporadas se fue reinventando convirtiéndose en una serie de acción e intriga, llena de amenazas terroristas, conspiraciones políticas de alto nivel y secretos de estado. Mantuvo el nivel durante ocho temporadas y encontró el cierre perfecto tras 96 episodios. No se le puede pedir más.

Nueva serie a la lista «para ver»: Baron Noir

Hace unos cuatro años, cuando parecía que el género político estaba en decadencia, Canal+ estrenó Baron Noir, una serie que narra los entresijos más oscuros de la política: corrupción, prevaricación, blanqueo de capitales, chantajes, compra de votos, financiación ilegal, manipulación, traiciones, venganzas… Se centra en la historia de Philippe Rickwaert, miembro del Parlamento y el alcalde de Dunkerque (ciudad industrial del norte de Francia), quien inicia un camino de venganza personal contra su compañero de partido y candidato a la presidencia del país, Francis Laugier, después de que este le sacrificara para proteger su propia campaña.

La trama arranca cuando, entre las dos rondas de la elección presidencial, Rickwaert recibe el chivatazo de que la policía judicial está investigando la financiación ilegal de la campaña del Partido Socialista y de que van a hacer un registro en su sede. Inmediatamente, y a contrarreloj, intenta recopilar el máximo dinero posible para ocultar ese desfalco y desprenderse de todas las pruebas que los incriminen. Sin embargo, todo se enturbia cuando el tesorero de su oficina, presionado para asumir la responsabilidad, se suicida. Es aquí cuando Laugier aparta a Rickwaert y se inicia una guerra entre ambos por hacerse con el poder del partido y salir impunes de cualquier acusación judicial. Philippe, que ha hecho toda su carrera en el Partido Socialista, se siente traicionado y recurre a sus conexiones gestadas durante años para ganar las luchas políticas en contra de todos aquellos que le han dado de lado. Su mayor aliada será Amelie Dorendeu, la consejera del candidato.

Este inicio recuerda mucho a House of Cards cuando Frank Underwood no consigue el puesto de Secretario de Estado que le habían prometido y comienza una cruzada contra sus enemigos en la que no le importa mancharse las manos de sangre. Philippe Rickwaert tiene un poco de Underwood, es un personaje que viene de humilde origen obrero y ha pateado las calles, los sindicatos y asociaciones, sin embargo no quiere quedarse en el ámbito municipal, sino que aspira a estar en lo más alto. Llegados a este punto, no se trata tanto de motivaciones económicas, sino que está cegado por la erótica del poder y le da igual que caiga quien caiga siempre y cuando él consiga su objetivo.

Es curioso cómo series sobre un tema como la política, que a priori a mucha gente le resulta aburrido, han conseguido despertar el interés de un buen número de espectadores. En este caso, Baron Noir ha recibido muy buenas críticas a nivel nacional, pero también internacional, gracias a su retrato tan realista de la actualidad política. Porque aunque muestre sin tapujos las cloacas de la política francesa, los temas que expone sobre la mesa (divisiones internas y luchas por el poder dentro de los partidos, la corrupción, las financiaciones ilegales…) son extrapolables en prácticamente todos los países. Además, independientemente de que sea una serie con un trasfondo político, no deja de ser un buen thriller en el que destacan las mentiras, las luchas de poder, las grandes traiciones y las venganzas planeadas a fuego lento.